lunes, 10 de mayo de 2010

La Huída

Pétalos de la rosa que creció una sola noche para morir con el alba, viento que viajo del norte en busca de un sueño hacia el sur, lágrima de una longeva doncella que aguardó hasta la muerte el regreso de su amante, tierra del lugar donde se pronunciara un último adiós, las notas de una triste canción que se llevó el viento en una noche de despedida...

Todos los ingredientes se mezclan mientras la hechicera conjura su magia sobre un brebaje que resplandece con el fulgor de una luna azulada.

Fuera de la habitación el atardecer languidece con los últimos destellos naranjas. la noche se aproxima silenciosa colocando en los cielos las primeras estrellas que aguardarán el retorno prometido de su rey, quien desterrará por siempre las tinieblas y perseguirá la oscuridad hacia el poniente.

El viento silba una canción esperando que a la tranquilidad de la noche sus susurros adormezcan a las criaturas diurnas, saludando a quienes encuentran su hogar en las tinieblas.

Pero la noche no es silenciosa. Decenas de personas tocan a la puerta de la hechicera exigiendo que salga entre vociférios y blasfemias.

Paozelieth observa desde la ventana y sonríe amargamente. entre quienes a su puerta tocan con enérgica rudeza reconoce familiares y vecinos, amigos y amantes.

Allí está la anciana que moría el año pasado y cuyos nietos corrieron a buscar a la hechicera, pues el médico había cerrado su maletín, cobrado sus honorarios y se había marchado para dejarla morir. hablando con ella haciendo muecas de horror ante las afirmaciones de la anciana está su vecina, aquella que a mitad de la noche tocó en esa puerta que ahora intentan derribar, cubierta por una manta en busca de una forma de evitar que su esposo se enterara que en aquel flácido vientre llevaba el hijo de otro hombre.

Algunos hombres han arribado con hachas, entre ellos la hechicera reconoce a su fiel amigo, aquel que juró protegerle como agradecimiento por salvar a su esposa de la muerte. El sacerdote grita dando instruciones mientras llama a Paozelieth bruja, mounstruo, amante de satán.

Debajo del árbol el juez de la capital mira con satisfacción, cree que pronto tendrá una nueva esclava para torturar, violar, quemar viva. Pero seguramente él nunca había conocido a una verdadera hechicera.

La ley impide a Paozelieth usar sus poderes para dañar a cualquier persona, viva o muerta, así que escapará para comenzar una nueva vida. Pero no desea irse sola, esperará hasta el último momento antes de partir esperando que aquel que en su momento le juró amor venga a ella, cumpliendo su promesa de no abandonarla jamás.

Allí lo ve, entre la multitud. Él intentará entrar primero, ella lo sabe pues lo conoce mejor que nadie. Entonces ambos volarán lejos, montando al viento, descansando sobre la brisa de la mañana hasta encontrar un lugar donde el amor pueda germinar y nacer en una nueva vida.


Han derribado la puerta de madera y avanzan por el interior de la casa. Aun deben subir las escaleras para llegar a la última habitación. Se escucha la destrucción, los gritos. Entran por toas las habitaciones buscando objetos de valor.

Paozelieth escucha con tristeza como hurtan la herencia de sus antepasados, como aquellos que creía sus amigos se regocijan con los despojos de su muerte que ya dan por segura. De pronto un dolor agudo atraviesa su corazón, llenándole de lágrimas. Escucha el grito silencioso de la preciosa tortuga que le regalara su abuela cuando era pequeña. Le han hecho daño, está sufriendo. ¿Porqué?... es una criatura inocente incapaz de hacerle daño a nadie... ¿Porqué la lastiman?

La rabia se apodera de la hechicera pero no hay tiempo para hacer nada. El sacerdote y una veintena de hombres están ya atravesando la puerta de su habitación.

Con el vial en la mano la hechicera observa con rencor aquellos rostros familiares que ahora resultan totalmente desconocidos. Trata de ver en ellos vergüenza, pena, arrepentimiento, pero solo encuentra rabia y lujuria tras aquellos ojos.

Todos están en silencio, sosteniendo con manos temblorosas las herramientas caseras que han convertido en armas. A empujones entre ellos un joven se abre paso para llegar hasta el frente de la multitud.

Al verlo la mirada de Paozelieth pierde la fiereza que mantenía congelados a aquellos hombres. La esperanza, el agradecimiento, el amor inundan su corazón. el joven, atemorizado avanza unos pasos.

Con una sonrisa Paozelieth extiende su mano invitándole a acercarse. Ambos beberán del vial y huirán montados en el viento, agitando pequeñas alas azules que los llevarán hacia algún lugar en el mundo donde ambos puedan compartir la eternidad, donde puedan amarse hasta el amanecer y ver cada noche las estrellas que apacibles se mecen en el cielo.

Paozelieth sonríe al pensar en ese futuro, no importa haber perdido su casa, todas sus pertenencias, su vida, pues ahora estarán juntos siempre. Pero lo instantes pasan y él no se acerca. La expresión de alegría de la hechicera pasa a la duda y después  a desilusión cuando el chico retrocede y se oculta tras los hombros de sujetos robustos, con una expresión de pena y vergüenza.

-¡Aléjate de él engendro diabólico! ¡Perra de Satán! ¡Bruja engendradora de demonios! ¡Blasfema!-

Las maldiciones del sacerdote resonaban por las paredes mientras aquellos hombres tomaban valor para avanzar hacia la hechicera que se encontraba hecha un ovillo.

Paozelieth no lo escuchaba, no le importaba lo que sucediera. El dolor de su corazón ardía más que la hoguera en la que sería quemada por aquellos hombres sedientos de sangre, deseosos de infringir dolor y regocijarse con el sufrimiento. Seres miserables con moral retorcida que se escudan en las reglas de la fe para demostrar su verdadera naturaleza.

La hermosa hechicera llora amargamente golpeando los tablones de madera que recubren el suelo con furia. Con cada golpe resuena una sentencia que se incrusta en su corazón, una daga que traspasa la carne y rasga su alma sin atrravezarla por completo, infringiendo dolor sin matar.

"El amor es una mentira", "La amistad es solo conveniencia", "La bondad está recubierta de maldad", "El verdadero goce está en contemplar el sufrimiento de los demás"... Las ideas vuelan por la cabeza de Paozelieth y su alma suplica piedad, piedad para un corazón que siempre creyó en el amor, en la sinceridad, en la bondad de las personas. En un susurro pide a la noche que le proteja, que le haga no sentir este dolor.

La noche apacible e inalterable, fría y dulce que recubre los cielos acunando a las estrellas. la noche que no puede sentir dolor y alegría, que conoce todos los secretos de los hombres y acaricia con el viento las mejillas de quienes por el dolor no pueden conciliar el sueño.

Los ojos de la hechicera pierden el nácar enrojecido por las lágrimas y son llenados por el vacío de la oscuridad. Estrellas, constelaciones se dibujan en aquellas pupilas. Las largas uñas negras pierden dimensión y obtienen una inmensa profundidad, su oscuro esmalte es interrumpido por el brillo de millones de astros que a través de ellas se vislumbran.

Los hombres se acercan unos pasos blandiendo sus armas, deseosos de terminar de una vez y temerosos del poder de la hechicera. Su miedo es justificado, pues paozelieth comienza a gritar, expulsando todo el dolor de su pecho. Grita abrazándose a sí misma, con la frente enclavada en el suelo y las rodillas dobladas bajo la negra falda.

Con el primer grito de dolor todos los objetos de la habitación son expulsados y adheridos contra las paredes. Algunos hombres son proyectados a través de la puerta y, una vez del otro lado, se levantan y echan a correr escaleras abajo sin detenerse a pensar en que fue lo que les sacó de la habitación.

El sacerdote y el juez no corren con mucha suerte. Sus cuerpos son adheridos a las paredes y son incapaces de moverse al igual que otros hombres que se encontraban alejados de la puerta. la mano derecha del sacerdote con la cual en un principio sostenía un crucifijo de plata con hermosos decorados barrocos e incrustaciones de jade y onix ahora está sangrando. Cristales del vial impregnado de aquel líquido azul se han incrustado en su palma y un calor ardiente recorre su palma. El juez, que está a su lado, comienza a gritar con terror mientras contempla aquella mano, pues los dedos están retorciéndose, cambiando con dolor y uniéndose en un solo apéndice. Los poros se abren y de ellos brotan minúsculos cañones que van creciendo y desarrollando las azules cerdas que les dan aspecto de plumas.

El sacerdote se da cuenta y el terror intenta apoderarse de él. Pero recitando un rezo mantiene la suficiente cordura para poder girar sobre sí mismo y reptar por la pared hasta llegar a la puerta, arrojándose en picada por ella.

Es expulsado por la abertura. Adolorido se levanta, arranca una cortina y la usa para cubrir su brazo que ha crecido al doble de su tamaño y se ha forrado de plumas azules. Tras asegurarse de que nadie podrá verlo, echa a correr también, abandonando a su suerte a quienes no pudieron escapar.

Solo un joven valeroso se planta en la entrada y, reuniendo toda su fuerza, intenta avanzar hacia la hechicera. Sus cabellos se agitan violentamente al igual que sus ropas cual si un fuerte viento soplara desde la hechicera. Pero el aire está intacto. Aquella fuerza que de Paozelieth emana intenta alejar todo y a todos.

Sin embargo el joven avanza hasta ella y logra poner la palma de su mano sobre el hombro de la hechicera al tiempo que su voz en tono consolador le habla al oido.

-Basta Pao, se ha terminado, es momento de responder por los pecados-.

Paozelieth puede reconocer el tacto de aquella mano. Es aquella misma mano que alguna vez recorriera su espalda, acariciara sus pechos. Esa voz es la misma que alguna vez pronunciaran frases que le hacían sentirse feliz, amada. Esos labios son los mismos que recorrieran su cuerpo y le susurraban al oído "te amo", "siempre estaré contigo", "te seguiré siempre, no importa lo que suceda".

El dolor se convierte en ira. un solo movimiento y aquellas uñas de oscuridad nocturna atraviesan el pecho del joven, rasgando y hundiéndose en su cuerpo, dejando un solo corte negro, profundo. La fuerza que expulsaba a todos se ha detenido, pero nada se mueve. el tiempo ha dejado de existir, la distancia se ha vuelto subjetiva. La realidad se disuelve conforme se acerca a la herida que sostiene el aterrorizado e inerte joven que no ha tenido tiempo de apartarse.

La herida es pequeña y profunda, rasgando cuerpo, alma, tiempo, infinito y realidad. Por ella no cabe una sola hormiga y el universo entero podría entrar con facilidad. En aquella abertura Paozelieth ve un universo nuevo, una realidad vacía, sin odio ni rencor, sin amor ni desilusión, un universo sin realidad en donde comenzar de nuevo y terminarlo todo.

Dejando todo atras, sus ropas, sus sentimientos, sus pensamientos, la hechicera, poderosa y hermosa, atraviesa aquella abertura, dando la espalda por siempre a un universo, a una realidad que no hizo sino causarle sufrimiento, que le desgarró el corazón. Una terrible realidad se queda atrás, y un nuevo comienzo le espera al frente.

Se dice que en un poblado olvidado existe una casa muy antigua cuyos constructores se escapan a la historia, pues toda información sobre ella se perdió tras un pacto de silencio y la quema de toda documentación existente hace uno quinientos años, todo ello impulsado por los deseos fanáticos de un sacerdote manco que temía poner un solo pie en esa casa. Una pared sella la entrada a una habitación. Una vez unos adolescentes intentaron abrir aquel cuarto para saber que se ocultaba, pero no encontraron nada. Por cualquier lado que perforaran la pared solo podían ver el exterior de la casa. Aunque el espacio está allí, la habitación simpleente no existe.

Nadie puede explicar ese fenómeno, pero algunos dicen que si se escucha atentamente a mitad de la noche, se pueden apreciar las voces de hombres pidiendo auxilio, piedad y perdón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons
Imagen de fondo propiedad de gnuckx cc0